El ejercicio del odio en F. Mauriac (o cómo no permitir ser un niño)

Autor: Memo Ánjel
30 septiembre de 2018 - 03:36 PM

¡Por fin quedaba libre!

François Mauriac. El mico.

Medellín

Odiarse

El odio es una pasión triste, una especie de infatuación (deseo desmesurado por el otro y a la vez soberbia) que se desborda como el enamoramiento enfermizo, pero que en lugar de dar amor busca hacer daño y, morbosamente, satisfacerse de manera brutal. Y así como el amor carnal, el odio es algo que no se satisface más que a pedazos, volviendo a nacer con más ímpetu y, en términos lacanianos, seccionando el sujeto. Y ese odio tiene que ver con la fealdad percibida, con lo feo del afuera y adentro, con el espacio frustrado y con buscar matar al otro (a quien también se quiso) tomándose uno mismo el veneno, como bien lo define el rabino Yona Brill.  Odiar entonces, es un verbo que habla de una acción que destruye sin parar, como un sarcoma, ese tejido maligno que crea raíces dañinas hasta que el enfermo pierde musculatura y vasos sanguíneos en un juego biológico donde el caos es la constante. O igual que la broma de los barcos viejos, que se comía la madera del casco hasta provocar el hundimiento de la nave.

Y así como el odiando es un presente doloroso (esto lo indica el gerundio), el odiante (palabra que no sé por qué no existe) es el sujeto que destruye ataduras atándose a sí mismo, minimizándose, y como en El libro de la fealdad de Umberto Eco, habitando infiernos varios con una buena corte de diablos dichosos de estar ejerciendo el infierno en vida. Y a ese odiante, François Mauriac lo llama Sagouin (se pronuncia saguá) palabra que algunos traducen por mico, pero que en realidad es una persona monstruosa, sea por su figura o manera de pensar, y por su deleite en el dolor, quizá de forma de masoquista-sadista, pues quien odia sufre y hace sufrir, se deshumaniza y destruye al otro cuando este está indefenso, como pasa con los niños cuando son odiados por aquellos que ellos quieren (su madre, su abuela, su maestro). Y aquí se aplica la frase: los hechos se olvidan, las palabras no. Y el odio, como el sufrimiento mental, es una construcción con las palabras que no son. Su material es lo que hiere.

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El odio y su acción, el odiar, nace de la frustración, de haber amado o deseado con intensidad y no haber logrado lo que se imaginaba. Y ese odio (nacido de la represión) se descarga en el objeto deseado para destruirlo, como lo demuestra Lev Tolstoi en su cuento El diablo. Y en este punto se puede especular: si al demonio no lo vemos, lo podemos sentir en el odio, como esas partículas atómicas, que no se ven, pero que se sienten funcionar en medio de la Ley de la Incertidumbre. En el caso del odio mal, pues hacen sinapsis (unirse a otro elemento sin soltarlo ya más), como sucede con las neuronas que, para un sagouin informan mal todo el tiempo, produciendo dolor al que odia y al odiado, cuando este se entera y graba esa actitud como un estado de peligro.

Un niño entre odios

Nadie escoge en qué lugar nacer ni entre qué gente. La cultura, el idioma, la clase social, la figura, la piel, la espacialidad, los objetos que nos rodean y dicen a qué siglo pertenecemos (la historia es en espiral, dice Tony Judt, comienza en la casa) nos llegan al azar en el momento de nacer. O sea que entramos en el mundo sin haber dado ninguna opinión ni creado la más mínima resistencia. Y así, de un momento a otro, estamos en familia. Y en esa familia, para unos grandiosa y otros terrible, acogedora o desmesurada, segura o disfuncional, pobre o rica, comienza la sentimentalidad, ese ejercicio de los afectos y desafectos, que es un reunirse o escapar. Para Baruj Spinoza, los afectos son aquello que nos afecta de manera positiva o negativa. Para Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, los afectos son la locura cuando estos se convierten sólo en deseo y freno a los instintos. Para François Mauriac, en El mico (Le Sagouin), los afectos son delirios, encuentros para sufrir y una cría de odios mínimos, sutiles, una especie de inyección permanente de la tragedia en pequeñas dosis. Y en ese ambiente familiar de provincia, en medio de una familia aristocrática que se viene a menos, aparece Guillaume (le dicen Guillou), un niño de labio belfo que babea y unas piernas torcidas por las que las medias se le resbalan. Su problema es parecerse al padre, un hombre que limpia fusiles para no usarlos, le gusta mantenerse en el cementerio limpiando tumbas y come sin hablar. Ya cuando habla, suelta dos palabras: “no más”.  Se podría decir que es un autista. La madre de Guillou, una burguesa invadida por los vellos, solo se acostó una vez con el marido, buscando más que un hijo, tener el título de baronesa, sin lograrlo. Así, es una odiante. La abuela del niño, la auténtica baronesa, la odia también, de manera delicada y cortés. Cuando hablan les brota el odio sin insultos, de manera educada, pero afilado, cortante como un bisturí y rajando donde más duele. Y en ese ambiente se cría el niño, entre insultos corteses, cachetadas, la protección de una austriaca y la mirada bobina del padre. Todo va contra él, como los cuadernos y libros que le tira la madre encima, como el rechazo del preceptor, como su mente que recuerda y no recuerda, que es tonta frente a los otros e inteligente cuando lee al escondido.  Ese niño, Guillou, es una especie de sanitario donde los otros defecan el odio, los miedos, los desprecios, los complejos de culpa. Él lo siente todo, trata de no pensar, se hace a ilusiones cortas, su mundo es un desespero donde él trata de no protestar. Y en ese ambiente, babea. ¿Qué más puede hacer contra la perversidad y la soledad que le brindan? Y en esta situación, que no es la de Benjy, el retrasado de El ruido y la furia, la novela de Faulkner, pues en esta al menos el niño negro alucina y ve mariposas azules, Guillaume (Guillou), pierde el espacio, disminuye como objeto y sujeto, y al final, tomado de la mano del padre, va a hundirse al río. Ambos, empujados por la perversidad, optan por ser peces, agua, una noticia y al final un olvido, pues la perversidad, en sí, olvida su perversión. El odio se la borra, para que vuelva y aparezca.    

En los autores franceses, desde François Rabelais hasta Françoise Sagan, la perversidad psicológica ha sido un buen tema de reflexión. Y quizá el mejor de todos haya sido François Mauriac (Premio Nobel de literatura 1952) que, con novelas como El mal y La farisea, Nudo de víboras y El mico, llega a los extremos de lo que puede concebir un cerebro para crear el rencor, la envidia, el deseo y la búsqueda de perdón en vano. Y el resultado de todo esto es un niño manso, Guillou, que, tenido como un mico, opta por dejarse matar o suicidarse. Al final de la novela no se sabe.  El río se lo lleva, igual que a su inteligencia, su deseo de ser querido y el gusto que le sacó a La isla misteriosa, la novela de Juilio Verne, que era su libro preferido. Detrás de él, la perversidad va matando a los demás, que van quedando como la caja de dientes de la abuela baronesa, sumergidos en un vaso con agua viscosa.

 

François Mauriac

Este escritor católico se hizo preguntas sobre la culpabilidad en todas las novelas: ¿qué es el odio? ¿Qué lo cría? ¿Nacimos para odiar? ¿Somos pecados caminantes, sufrientes, desesperantes? ¿La culpa inicial (lo que se llama el pecado original) se crece en nosotros y tenemos por destino el miedo y la distorsión de la realidad? ¿La condición humana es un paso por un infierno creciente? Qué nos salva, ¿la lectura permanente de una novela, hundirnos en el río, ir de ilusión corta en ilusión corta, tener memoria y olvidad de inmediato? ¿Ir a los cementerios para ver de quién venimos y a dónde vamos? ¿La fe es un asunto de auto perdón y al mismo tiempo de cilicio y látigo contra otros? En cada novela, el hombre y la mujer tienen de qué pegarse, pero van soltando la seguridad de los fundamentos y normas morales para, como en las Novelas del Marqués de Sade, asumir lo perverso y con ello lo que nos descredita como humanos. Y eso perverso se alimenta del odio, de los deseos insatisfechos, de los errores sin reparar, del querer ser más de lo que somos, del tiempo que nos delata y entonces, maquillados, perdemos la vergüenza. Y esto que nos pasa nace de los poderes, sean estos micro, como lo plantea Michel Foucault, o desbordados como escribe Michel Onfrey en su último libro, Decadencia. El poder nos enceguece, nos desacredita, nos criminaliza. Y en este estado, vamos por todas partes con el diablo de la guarda, ejercitando el odio, que es la destrucción del poderoso o del que cree tener poder porque es soberbio y su esquizofrenia se lo asegura. Nada más peligroso que un espejo y un dios que perdona.

La decadencia no es una destrucción de edificios ni la multiplicidad de yerbajos. No es un paisaje árido. Por el contrario, aparece en el exceso de belleza, en las apariencias que nos mienten para que creer que las cosas no pasan. Y se crece en el mucho desear y lograr poco, en achacar nuestras culpas al otro y en tomar el arrepentimiento como un asunto aburrido que se puede evadir con un pecado nuevo.

 

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Si uno quiere saber de perversiones, basta con hablar con un puritano. Este las tiene catalogadas, definidas y acotadas. Y si no las practica con el tacto y con la boca, si las ve con los ojos y las oye con las orejas. Y como la realidad no es solo lo que hay de tangible sino también lo que se piensa, esto hace que el cerebro apetezca más lo imaginario para creer en lo que no existe. Las conjeturas nacen de la pérdida de realidad, por eso buscamos, si solo conjeturamos, amar y odiar, lo que ya permite todas las perversiones, todos los odios y todas las desgracias. Quizá por esto François Mauriac toma la vida de provincia, la de esos lugares calmados y de paisajes bellos, donde debido a la tranquilidad del espacio se tiene todo el tiempo para crear el peor de los pecados. Nada nos distrae. Ni siquiera el pequeño Guillou se distrajo y por eso su niñez fue terrible para los demás. Para él no, porque nunca supo que era niño. Leía La Isla Misteriosa y allí era otro, Cyrus Smith, el ingeniero estadounidense que, a partir de un fósforo, se convierte en el gobernador de un naufragio.

François Mauriac nunca se casó, nunca tuvo amante, nunca fue él por miedo a los demás. Nació en Burdeos y murió en Paris, en 1970. Tenía ochenta y cinco años. Y ocho más cinco da trece en la carta del Tarot. Así es.          

   

 

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