El arte de selfiar

Autor: Saúl Álvarez Lara
15 junio de 2020 - 12:09 AM

Selfiar tiene para mí un atractivo especial y los atributos que otorgo a la acción de crear selfies va más allá o más acá, en la virtualidad no se sabe

Medellín

Desde hace algunos años, selfie es la palabra con mayor incremento en su uso gracias a la proliferación de celulares inteligentes, tabletas, cámaras y otras ayudas portátiles que facilitan la relación on line con el mundo entero. La otra razón por la cual su uso aumentó es porque selfiar se ha convertido en un fenómeno cultural que navega con propiedad en las redes sociales donde los participantes, en sus representaciones personales, se permiten una gama infinita de símbolos, objetos o situaciones, incluso mascotas, que los representan y además, son la imagen que en la ficción paralela, cada día más presente y menos paralela, se debe reconocer de sus creadores.

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Un selfie es una fotografía. Un autorretrato. La operación es sencilla. Consiste en hacer una imagen de uno mismo con la ayuda de un celular a la distancia que permite la extensión máxima del brazo. Los selfies se hacen en cualquier parte pero no en cualquier momento, son el rastro de momentos cuya intensidad es difícil de medir y el selfie es la manera de hacerlo. El selfie es espontáneo y su calidad fotográfica importa poco, lo que importa es que el sujeto se vea, se vea bien, en el momento y en la compañía precisa. ¿Qué significa verse bien? Como la calidad de la imagen no es lo prioritario, verse bien está más del lado de reconocerse, de dejar rastro, haber estado en donde había que estar: “allí”. Y ésta, entonces, es la otra cara del selfie: el “allí”. Un “allí” que ni siquiera es un lugar, que es cuando y el con quien debe ser. Un selfie es la confirmación de que el sujeto existe pero con prueba visual de su existencia.

El selfie ha evolucionado. Lo que en un inicio fue representación en un contexto especial, quizá único, ha dejado paso a la intervención de símbolos que representan, situaciones que sugieren o accesorios que emocionan. El selfie necesitó de ese tipo de enriquecimiento, digamos conceptual, para sobrevivir en el espacio sin tiempo de la ficción paralela. Los selfies en su necesidad de representar lo que el sujeto piensa o desea de él en paralelo, es decir, una presencia que no es solo física sino también espacial, ha encontrado que su figuración virtual, vista o reproducida en objetos, textos, figuras, otras imágenes o movimientos, cumple la función de representar sus sentimientos más íntimos, difícil de lograr en otras circunstancias porque la esencia selfie tiene más de ficción que de realidad. Que el selfie tenga más de ficción que de realidad es algo que parece evidente aun desde el Renacimiento cuando los grandes maestros se retrataban en situaciones inesperadas o en medio de grupos donde su presencia, imposible en esas compañías, era certificado de autenticidad o de crítica.

Puedo decir ahora, después de esta introducción, que soy un perseguidor de selfies, y que la acción de selfiar es un ejercicio al que dedico buena parte del tiempo que me dispenso en la ficción porque tengo el convencimiento de que vivimos en ella, presente o paralela, y que la realidad es solo una consecuencia. Entonces voy por las calles virtuales que transito en la pantalla de mi computadora y persigo selfies. Me detengo frente a ellos, ellos no me ven, están del otro lado, y los considero a mis anchas. Algunos me causan risa, otros estupor, otros son incomprensibles, pero he llegado a la conclusión de que aquellos de gentes que no conozco personalmente, quiero decir, sus selfies en la mayoría de los casos, me han llevado a hacerme su amigo o por lo menos su contacto. Y entonces los persigo, voy tras ellos a diario a ver si han cambiado. Una contingencia que perfila a los selfies es su capacidad de cambio frecuente, si hoy es un texto lo que traduce una actitud del alma, digamos; mañana puede ser un paisaje o una piedra, incluso una imagen de juventud o niñez es válida si el momento lleva a la nostalgia.   

En alguno de mis recorridos vi una mujer que hizo su selfie girando delante de una cámara y en cada giro el color proyectado sobre su cara era distinto y, a pesar de que su expresión era la misma, seria e impasible, el color hacía ver en cada giro una expresión distinta; el cabello negro, abundante y ondulado que pasaba al mismo ritmo frente al espectador era el vínculo entre las expresiones, una suerte de telón que se abre y se cierra delante de un escenario cada vez distinto. Vi también un hombre que se hizo tatuar su propio retrato en el pecho y desde los cuarenta y cinco centímetros que el brazo permite alejar el celular, hizo su selfie. Y aunque en apariencia se trata un selfie corriente de doble representación, el hombre cambió cada día la manera de hacerlo hasta lograr que aun sin mostrar el tatuaje fuera evidente que estaba “allí”. Es el mismo “allí” que en ocasiones es “allá”, “acá”, “detrás”, “en frente” o “más allá”.

Me he encontrado con selfies concebidos a partir de formas reconocidas, como libros, cajones, nubes o reflejos de espejo, que imagino, no debe ser cualquier espejo, debe ser el espejo que ha visto ese reflejo durante días, meses o años y puede dar testimonio del tiempo. Un selfie así, uno en particular, me tuvo varios meses siguiéndole la pista. Y para decir la verdad no he podido descifrarlo. Imagino que se trata de un saltimbanqui que en ocasiones hace de mago o al contrario; imagino que le gustan los circos y, como el personaje del mago con quien estuve en contacto hace unos años, el Gran Marolini, tiene la capacidad de ser y no ser.

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Es seguro que hay quien piense que exagero y que selfie es solo la representación sencilla del personaje, su compañía y su momento, su presente en otras palabras. Quienes han llegado a esta línea del texto han notado que selfiar tiene para mí un atractivo especial y los atributos que otorgo a la acción de crear selfies va más allá o más acá, en la virtualidad no se sabe. Debo decir que he cometido algunos, solo que no los he hecho públicos y en ocasiones han pasado por personajes de las ficciones que saltan en permanencia frente a mí. Me siento como el mago que mencioné en el párrafo anterior, con la posibilidad de mutar entre la “monja de clausura”, el hombre “suiche”, o la sombra que no es otra cosa que una presencia donde no debe estar. Así son los selfies, representaciones prestadas que tomaron el lugar de los autorretratos…

 

© Saúl Álvarez Lara / 2020

 

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