Cuando se enfermó la Emperatriz

Autor: Carlos Alberto Gómez Fajardo
4 julio de 2017 - 12:10 AM

Una magnífica aproximación a lo que hoy constituye el variopinto escenario de quienes practicamos la medicina.

En el segundo capítulo, titulado “El llamamiento de Atreyu” de su obra “La historia interminable”, el autor alemán Michael Ende cuenta detalles sobre la multicolor reunión sostenida por los quinientos mejores médicos del reino. Había allí gentes de todos los tamaños, formas y colores. Cada uno deliberaba sobre cuál sería el camino a seguir para tratar el misterioso mal de la emperatriz, mal que afectaba naturalmente el destino de cada uno de los habitantes del reino. El más importante y sabio de todos los allí reunidos, el centauro Cairon, recibiría en esa trascendental ocasión un encargo de la soberana. Para saber en qué consistía, el lector debe ir a la fuente original: está garantizado que continuará adelante con la lectura del ingenioso relato si es un lector exigente y acostumbrado al embrujo de la buena literatura. Ende sabe absorber y conducir hasta el final -aunque la historia es interminable- a quien se aproxima a sus páginas, como en las más maravillosas de Poe, de Salgari o de Pérez Reverte.

Hay algo que merece ser leído en las propias palabras de Ende: “…pero ninguno lo había logrado, ninguno conocía la enfermedad ni las causas, ninguno sabía cómo curarla.”   “…había médicos enanos con barba blanca y joroba, médicas hadas con túnicas relucientes de un azul plateado y estrellas centelleantes en el cabello; había genios acuáticos de vientres abultados y membranas natatorias en pies y manos, pero había también serpientes blancas, enroscadas en la gran mesa del salón, elfos abejas y hasta brujas, vampiros y espectros que, en general, no eran considerados especialmente bienhechores y salutíferos…”.

Además: La salud: un bien indefinible

Una magnífica aproximación a lo que hoy constituye el variopinto escenario de quienes practicamos la medicina, incluido el detalle de los vientres abultados, las membranas natatorias y las estrellas centelleantes. Hoy tenemos doctísimos comerciantes al servicio del interés de ventas de la industria farmacéutica, equívocos predicadores de la aplicación de determinadas tecnologías que ven en ellas inacabables minas de plata, profetas del terror a la osteoporosis o al cáncer, misioneros del nuevo evangelio de la longevidad indefinida llena de alegría y de bienestar, hechiceros de la impotencia sexual y de la ilusión de la perfección corporal a base de plásticos… Los hay grandes, pequeños, verdes, anaranjados, rojizos, negros, gordos, huesudos. Como en la reunión de galenos que trataban de hacer algo positivo por la emperatriz, enfrentando su inexplicable condición, aún hoy, rodeados de mediciones y de asombrosas imágenes o de sistemas informáticos, seguimos en iguales condiciones de incertidumbre ante la realidad de los límites de la salud. A ello se suma el hecho cierto y sobradamente demostrado de que la iatrogenia, desde que existen médicos y enfermos, es una realidad siempre presente. Si no aprendemos a despojamos de la arrogancia que muchas veces nos acompaña, nuestras palabras y acciones conducen a dificultar más las cosas para los enfermos.

No todo puede ser pesimista: aún en estos aciagos momentos de la post-verdad, de la confusión de paciente con cliente y de una irracional creencia y confianza en el progreso, existe el médico modesto, humanitario e inteligente quien, fiel a su vocación se esfuerza por entender hasta donde llegan las propias limitaciones de la naturaleza y las potencialidades del estado actual del saber y del poder hacer, manteniendo vigente la premisa de no hacer daño. Cuando esto es así, aquellos enanos de barba banca y hadas de estrellas en los cabellos, son realmente seres humanos de singulares cualidades, necesarios para sus semejantes, dispuestos al servicio del bien -principio de la beneficencia, no maleficencia- filántropos e inteligentes en sus motivaciones. Algo diferente al ejercicio de una técnica médica que muchos han querido reducir a la compra-venta de poderío comercial y tecnológico, intermediado por anónimos y poderosos actores que deciden sobre la vida y la muerte de otros, tras escritorios y salas de reuniones, en escenarios tan caóticos y coloridos como la descrita reunión del reino Fantasía de Ende. Hoy, con la emperatriz enferma, algo similar sucede con un panorama de la salud que se ha convertido en una deplorable cuestión de comerciantes, de inversionistas, de abogados y economistas influyentes, controladores del quehacer de millares de funcionarios dóciles, incógnitos e hiper-especializados, bajo su mando. Algunos de ellos de vientre muy abultado y con membranas interdigitales, en pies y manos.

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