Hoy se habla en diferentes círculos del “Antropoceno”, una era marcada por los impactos generados por el hombre.
Aquello de que “cada día trae su afán” puede aplicarse, cómo no, a lapsos de tiempo más largos que veinticuatro horas. Este refrán, -una invitación a no preocuparse demasiado por resolver los problemas del futuro considerando que los del momento ya son suficientes-, puede entenderse, en un contexto más amplio del recorrido de la humanidad, así: en todos los periodos de la historia los seres humanos hemos luchado para superar obstáculos y seguir adelante. Hemos tenido cambiar nuestros hábitos para enfrentar diferentes entornos, nos hemos visto urgidos a encontrar refugio en la oscuridad para evitar ser devorados, aprendimos a manipular el fuego también para estar más seguros (y alimentarnos mejor) y hasta nos tocó interpretar los cielos y las constelaciones para saber cuándo sembrar y cómo orientarnos. Nos tocó además pensar y plantear una organización sensata de las sociedades y pelear por nuestra libertad (repetidas veces, en diversos lugares y hasta la actualidad), nos esforzamos por definir unos derechos humanos fundamentales, vivimos bajo el miedo de las armas nucleares… en fin. Cada día ha traído su afán, eso está claro entonces, pero seamos claros también con esto otro: algunas épocas han superado con creces a otras en aquello de traer afanes urgentes y amenazadores. Y, quizás, este afán del mundo de hoy es uno de los más graves de todos los tiempos: con una población mundial de más de siete mil millones de personas, estamos sacando al planeta de ese delicioso estado en el que entró hace más de diez mil años. Entiéndase por “delicioso estado” las condiciones favorables y estables del Holoceno, era geológica que nos permitió florecer como civilización. Hoy se habla en diferentes círculos del “Antropoceno”, una era marcada por los impactos generados por el hombre: golpes de tal magnitud, que son capaces de sacar a la Tierra de ese alto grado de estabilidad en el que se encuentra desde hace una decena de milenios. En los escenarios de mayor sensatez se reconoce que si queremos evitar esa época de catástrofes medioambientales (y por ende de tragedias sociales y económicas), hay que cambiar nuestra cultura. Pero, ¿qué es la cultura? Sin pretender una explicación completa, para esta columna la resumo así: es la identidad de una comunidad o una generación (comunidades dentro de generaciones o generaciones dentro de comunidades). Es el producto de una amalgama de hábitos y comportamientos que marca diferencias. ¿Y cómo se cambia?
Distinguimos un cuadrado de un triángulo por sus formas. Es decir, identificamos uno (cuatro lados iguales) y luego otro (tres lados), reconociendo que son diferentes: la forma es la identidad de la figura. Así mismo la manera (la forma) en que nos comportamos, en que habitamos el mundo (hábito: como se habita), nos permite identificarnos y diferenciarnos desde una u otra perspectiva. Por ejemplo: somos la generación que salva el mundo que nos acoge, o somos aquella que acaba con él (una forma u otra). Cambiar la cultura y lograr una cultura ambiental, es dar entonces otra forma: es un proceso de formación, ¡se logra por medio de la educación! Ésta es, como lo dice la Ley general de educación, “un proceso de formación permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos y de sus deberes”, y tiene como uno de sus fines es “la adquisición de una conciencia para la conservación, protección y mejoramiento del medio ambiente, de la calidad de la vida, del uso racional de los recursos naturales […]”. Muy de la mano con esto la agenda global para el desarrollo sostenible de las Naciones Unidas busca en dos de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (el cuatro y el doce) que, para el 2030, se garantice que todos los alumnos adquieran los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para promover el desarrollo sostenible y los estilos de vida en armonía con la naturaleza. No es un asunto de jipis. Es una cuestión de justicia. Es el afán de supervivencia.
Aristóteles propuso la educación como superior a la política: para el filósofo, a la hora de enfrentar la ambición humana, resultaba más efectivo ir por la vía de la educación que seguir el camino de las leyes. Esto nos lo recuerda Beatriz Restrepo Gallego en Reflexiones sobre educación, ética y política, libro en el que nos cuenta además que esa ambición humana, causante de grandes diferencias entre la población, era considerada por Aristóteles un “factor desestabilizador en la polis”. Algunas cosas cambian: hoy no es la polis, sino el mundo entero, lo que se está desestabilizando; y algunas cosas, no: el remedio sigue siendo el mismo: la educación.
94 muertos dejó terremoto de magnitud 6,5 en Indonesia