En Venezuela llena sus faltriqueras la “boliburocracia”, versión criolla de la nomenklatura stalinista.
Abundan en la historia moderna los gobernantes lerdos, de escasas luces. Son apenas tiranuelos que no trascienden, por no dar la medida, o porque a poco de haber empuñado las riendas empiezan a chocar, sin razón ni necesidad, con otros poderes llamados a controlarlos o a compartir con ellos, así sea tangencialmente, el manejo del Estado. Todo aquel que lastime su vanidad, roce su pretendida o real supremacía, intente supervisarlos o conozca de oficio sus actuaciones lícitas o ilícitas y sus desmanes y abusos, les estorba y entonces proceden a neutralizarlo o removerlo.
Mas yo no había sabido de un mandatario tan obtuso como Maduro, quien, si bien heredó de su mentor Chávez la crisis que ahora lidia (que por su dimensión en el último siglo no ha tenido par en el continente), la torpeza con que la maneja es ya proverbial. Tanto que parece intencional dicha torpeza, como si la inspirara el propósito de estropear su país, o la moviera el odio, o un afán de venganza inmanejable, el de cobrarle a su pueblo no sé qué culpas que lo hubieran afectado a él en persona. Hágase de cuenta alguien a quien le entregan el manejo de una gran empresa y se dedica a quebrarla, a ella y a todos sus accionistas, metódicamente y en un plazo dado.
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A Venezuela la destruyeron desmantelando su andamiaje productivo, expropiando a sus empresarios sólo por castigarles su malestar con un régimen populista improvisado. La destruyeron asimismo derrochando su petróleo por la vía de regalarlo a países vecinos insolventes o indigentes. O por la vía de asignarle subsidios a su abultada burocracia menor y a ese sector amorfo y desarraigado que los marxistas sobrevivientes denominan “lumpenproletariado”. O dilapidando a chorros la renta petrolera, en armamento sofisticado, por ejemplo, tan costoso como inútil, y destinado a amedrentar a vecinos incómodos. O colmando los bolsillos del alto mando militar, para mantenerlo alineado a su lado, y así protegerse de la protesta callejera.
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Empero, la destrucción de Venezuela, la nación más boyante y prometedora de América Latina, fue obra no solo del desgreño y la improvisación. También fue el resultado esperado de una concienzuda, planificada labor de demolición, cumplida para erigir en su reemplazo el modelo soviético de Cuba. Ruda tarea que ya completa 17 años, o sea toda una generación. Y aún falta bastante por confiscar, nacionalizar y expoliar, para poder alimentar malamente a la pobrecía reclutada, mientras llena sus faltriqueras la “boliburocracia”, versión criolla de la nomenklatura stalinista. Corea del Norte, donde se gasta más plata en cohetes que en comida, al extremo de que en medio de la esclavitud laboral que allá rige, la población pasa hambre y sufre de desnutrición crónica (su promedio de vida, en lugar de subir como en el resto del mundo, baja con el tiempo) Norocorea, digo, a este paso, pronto será el espejo donde Venezuela se mire si las cosas no cambian rompiéndose el yugo del fementido socialismo chavista.
La primera víctima de transición tan abrupta entre dos sistemas socioeconómicos opuestos es la clase media que, pauperizada, emigra en busca de otros horizontes donde poder subsistir siquiera. Pero esto de la clase media (o “pequeña burguesía”, como la llaman quienes aún recitan, aunque a hurtadillas -por pura vergüenza intelectual- el catecismo leninista), lo de la clase media, digo, es el meollo de la problemática venezolana, que explica la complejidad de su tragedia y advierte lo incierto, azaroso de su desenlace. De ello hablaremos más adelante.
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